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Por Mariano Fragueiro Frías*

 

EL EJERCICIO DE ATRIBUCIONES CONSTITUCIONALES ¿PUEDE CONSIDERARSE ANTIJURÍDICO EN LA ESTRUCTURA DE LA TEORÍA DEL DELITO?

Sumario
La criminalización de las atribuciones constitucionales. Principio de legalidad y antijuricidad. Ilicitud de las acciones. Normas permisivas. Causa de exclusión del injusto en los tipos abiertos. Presunción de validez de las atribuciones legales. Declaración de inconstitucionalidad. Cuestiones políticas no judiciables.

Introducción
El presente trabajo gira en derredor de una problemática que emerge en la dogmática penal que acude a enarbolar la criminalización de determinados hechos o acciones, en los que se identifica como medio comisivo el ejercicio de incumbencias constitucionales.
Se intenta abordar el tema, que francamente creía no convocaba duda alguna, y finalmente establecer -en forma general- si resulta posible considerar que el proceso que culmina en la sanción legislativa de una ley en sentido formal, puede ser considerado como un comportamiento que tenga significación penal, cuando no presentan vicios, ni siquiera en la conformación de la voluntad parlamentaria [1].

Primeras reflexiones
Pido disculpas si para aproximarnos al tema propuesto debemos recurrir a refrescar algunas reglas constitucionales, reconocidos conceptos jurídicos, definiciones dogmáticas, que lejos de subestimar el conocimiento del lector, se orientan a dotar al trabajo de aquellos elementos que permiten concluir de la manera en que se lo hace.  
Nuestro país adoptó en su Constitución Nacional la forma representativa, republicana de Gobierno y la forma Federal para la organización del Estado (artículo 1º de la Constitución Nacional). Ello significa un sistema de perfil descentralizado con distribución de competencias entre “estados federados” (24 con la incorporación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por vía de la reforma constitucional de 1994) y “el estado federal”, conforme la organización que fuera implementada por la constitución de los Estados Unidos de América que sirvió de fuente a la nuestra.  
El sistema republicano de gobierno comporta la división del poder en tres agencias tradicionales, esto es: Poder Ejecutivo Nacional, Poder Legislativo bicameral, integrado por una Cámara de Diputados y otra de Senadores, y un Poder Judicial; ello con independencia de que cada provincia, conforme el artículo 5 de la Constitución Nacional, también estará estructurada bajo el sistema republicano con división de poderes.  
Asimismo, la Constitución Nacional distribuye una serie de competencias entre el Gobierno Federal y los Gobiernos Provinciales, dejando en mano de estos últimos todo el poder que no haya sido delegado al Gobierno Federal (artículos 121 y 126 C.N.).
El Poder Legislativo de la Nación es el encargado de dictar las leyes generales y dispone de competencias para la sanción del derecho común, esto es, Códigos Civil, Comercial, Penal, de Minería y Legislación Laboral, estatutos legales que rigen en todo el territorio del país y son aplicados por los tribunales de las provincias en la medida de las personas o las cosas, según lo prevé el artículo 72 inciso 12 constitucional.
Por su parte, el Poder Ejecutivo Nacional interviene en la formación y sanción de Leyes, al otorgarle la Constitución el poder de veto, tanto total como parcial, con el consiguiente reenvío a las Cámaras Legislativas para la reconsideración de las propuestas legislativas que no hayan sido promulgadas.  
En definitiva, la configuración constitucional de las incumbencias de los poderes está claramente delimitada en una estructuración compleja para la manifestación de la voluntad estatal, donde la ley, el decreto y la sentencia judicial son manifestaciones estatales que exhiben en el ámbito de sus zonas de actuación.
Ahora bien, la organización de los Estados que han adoptado el modelo de gobierno republicano y democrático, gira en torno a la libertad de las personas, entendida ésta como la posibilidad de los ciudadanos de poder realizar todo aquello que la ley no prohíba, principio de legalidad expresamente consagrado en el artículo 19 de la Constitución Nacional.
Partiendo de esa regla, las conductas humanas pueden clasificarse en lícitas o ilícitas (antijurídicas), -conforme el derecho objetivo- según se adecuen o no al mandato contenido en la ley. Es antijurídica aquella que no cumpla con ese precepto, haciendo lo que él prohíbe hacer u omitiendo lo que él ordena hacer. Claro que aquellas conductas no abarcadas por mandato alguno, se encuentran en el umbral de las acciones permitidas (no prohibidas), conforme al principio de reserva también consagrado en los artículos 18 y 19 de la Constitución Nacional.                             .
Se ha dicho que la misión del derecho es ordenar la vida social por medio de normas que distinguen entre conductas lícitas e ilícitas. De ese modo se erigen barreras, dentro de las cuales el individuo puede decidir, de modo autorresponsable, según su libre arbitrio, sobre la configuración de su vida, por encima de las cuales, en cambio, se origina la coacción jurídica y, si se invade el ámbito de libertad de otro, también los derechos de defensa del afectado. [2]
El concepto de “antijuridicidad”, que su sentido literal anuncia la contradicción con el ordenamiento jurídico, expresa -justamente- ese trasvasamiento de las barreras puestas por el derecho. Apunta, por tanto, a una situación de hecho que es totalmente independiente de la responsabilidad personal de la conducta. [3]

Las acciones lícitas. Normas permisivas
No todas las conductas antijurídicas tienen la misma entidad, ya que la ley selecciona las acciones que la sociedad -a través de sus representantes- considera más graves, imponiéndole a su autor una sanción. Esa selección, como sabemos, se realiza a través del tipo penal que describe la conducta antijurídica elegida como merecedora de pena. Por eso no está mal decir que la tipicidad es indicio de antijuridicidad o -dicho de otra manera- que la tipicidad supone la antijuridicidad o al menos que esta precede al tipo.
Pero ello no siempre es exactamente así. Para determinar cuando no ocurre, se debe tener presente que, frente a la norma penal que prohíbe la realización de una conducta, puede existir otra norma penal o extrapenal que autorice en determinados casos a neutralizar la prohibición. Son las llamadas normas permisivas.
Así, por ejemplo, a la prohibición de matar, se opone el permiso de hacerlo en defensa propia. La norma permisiva surge del ordenamiento penal, más precisamente del artículo 34 de ese Código, el que regula las circunstancias de hecho y derecho que producirán que una conducta típica a su vez resulte -si se quiere excepcionalmente- permitida por el derecho.
En otros, la norma permisiva viene dada por el ordenamiento extrapenal. Un ejemplo claro lo encontramos en el delito de retención indebida del artículo 173 inciso 2do. del Código Penal [4], y las normas del Código Civil y Comercial que en determinados supuestos permiten la retención de una cosa mueble [5]. Es el caso del mecánico que retiene el vehículo que ha reparado hasta tanto no se le abone el trabajo efectuado, sin que dicha omisión de entrega de la cosa constituya delito de retención indebida, no obstante, su comportamiento quedaría encuadrado en el tipo penal aludido.
Pero además de esta hipótesis, podemos adicionar que la tipicidad tampoco supone la atipicidad inmediata cuando se trata de los denominados tipos penales abiertos [6].
La polémica acerca del aumento del uso de los tipos abiertos por parte de los legisladores modernos ocupa un lugar prioritario en el tintero de destacados estudiosos de esta ciencia, fundamentalmente por apreciar cierto quiebre o inobservancia de determinados requerimientos del principio de legalidad, específicamente, en lo que se refiere a la exigencia de lex certa y lex stricta.
No ofrece dudas que el tipo penal resulta necesario para un estado de derecho en tanto constituye un esquema de significación conceptual que permite definir lo prohibido para la ulterior aplicación de la pena, de adverso al sistema de “tipos judiciales” característicos de estados autoritarios.
En esta clase de figuras penales, en que la conducta no está nítidamente descripta como en los tipos cerrados, el Juez debe comparar el comportamiento que debe juzgar con todo el ordenamiento jurídico, realizando la tarea denominada de complementación del tipo.
Por tanto, se ha dicho que la subsunción de la conducta en el cuño penal, en los tipos cerrados siempre importaría indicio de antijuridicidad, mientras que en los abiertos dicha subsunción no tiene el sentido general de indicar la acción contraria al ordenamiento jurídico.
Va con lo dicho entonces, que puede existir una conducta, que puede ser considerada “prima facie” típica que no resulte antijurídica, como bien conocemos en el tamiz analítico de la teoría del delito; la cuestión no es menor a la hora de determinar si una conducta importa la comisión de un delito, entendido este como acción, típica, antijurídica y culpable.
Planteadas de esa manera las cosas, cabe preguntarse si el ejercicio de cualquier atribución emanada de la Constitución Nacional puede importar la comisión de un delito, es decir si ese comportamiento constituye una acción antijurídica con independencia de la tipicidad y culpabilidad.
La respuesta se adelanta negativa desde el sentido común, ya que ejercer una facultad legal antijurídica, significaría un auténtico oxímoron, y aparecen como conceptos totalmente opuestos. Una conducta puede resultar típica en cuanto parezca que se adecua mecánicamente a la descripta en la norma penal, pero para que sea antijurídica resulta necesario que no se ajuste a lo establecido, aprobado o permitido en otra norma legal.
Una conducta típica es antijurídica si no hay una norma legal, penal o extrapenal, que la habilite o justifique. En vez de causas de justificación también se puede hablar de "causas de exclusión del injusto", en lo que no hay una diferencia de significado. La admisión de una causa de justificación no implica afirmar que la conducta justificada deba valorarse positivamente. Dicha conducta no es desaprobada por el ordenamiento jurídico y con ello es aceptada por este, pero la emisión de ulteriores juicios de valor positivos no pertenece a los cometidos del Derecho penal. [7]
Ello resulta claro si se tiene en cuenta que, a esos efectos, no basta con que la conducta pudiera lesionar un bien jurídico, sino que en todos los casos se requiere que el ataque se produzca de forma antijurídica. Si no fuera así, desaparece el injusto que motiva la aplicación de la sanción penal.
En doctrina existe consenso en cuanto a que es preciso, para encontrarnos frente a un delito, una acción -en abstracto- subsumible en un tipo de conducta previsto en la Parte Especial del Código Penal, pero además que el comportamiento típico no se halle justificado, pues de ser así faltará entonces la antijuridicidad de la conducta y desaparecerá la posibilidad de considerar que la misma constituya un ilícito de naturaleza penal.
La comprobación de la antijuridicidad de una conducta tendrá siempre carácter negativo. Primero habrá de determinarse si concurrirían positivamente los elementos fundantes del injusto penal; esto es, si se realizaban los elementos específicos de un tipo y en segundo lugar, habrá que determinar si concurre alguna causa que excluya la antijuridicidad. Si no concurre ninguna causa, el hecho será definitivamente antijurídico. [8]
Analicemos nuestra propuesta tomando un caso real.
La judicialización de la firma del denominado Memorandun de entendimiento con la República Islámica de Irán, aprobado por la sanción legislativa de la ley 26.843, más allá que se presenta como lo que se conoce en doctrina y jurisprudencia con el nombre de cuestión política no justiciable (o zona de reserva política), ha sido objeto de distintas consideraciones jurídicas, estas, a mi modo de ver no tuvieron en cuenta la falta de antijuridicidad en las acciones cuestionadas. Se sostuvo que el acuerdo del Ejecutivo posteriormente aprobado por ley del Congreso se trató de actos preparatorios, también que las acciones eran conductas manifiestamente atípicas, pero tampoco faltaron aquellas que aseguran que nos encontramos ante delitos consumados, entre otras variadas posturas puestas de manifiesto en torno al reconocido proceso.
Extrememos la hipótesis, y aceptemos sólo para el ensayo que el protocolo o procedimiento aprobado ley, podría significar la acción descripta en el tipo penal del encubrimiento, tal como sostienen los acusadores y algunos magistrados. También, que la sanción de una norma podría modificar la situación procesal respectos a las restricciones personales que pesaban sobre imputados ante la Justicia Argentina.
Dicha conducta, aún resultando erróneamente típica para un sector, nunca podría ser considerada antijurídica, por cuanto el ejercicio de atribuciones constitucionales y la posterior sanción de una ley, importa tanto como establecer una excepción a la prohibición contenida en el mandato que surge de la norma penal.
En esa misma dirección, no puede soslayarse -como antes se dijo- que la lesión al bien jurídico tutelado penalmente debe ser consecuencia de un “ataque” realizado de forma antijurídica. Resulta claro entonces que, si en el caso en análisis se hubiese desarrollado la acción tipificada por el delito, en esta hipótesis el bien tutelado no se habría afectado de forma antijurídica, sino por el contrario, de una forma expresamente autorizada por el ordenamiento jurídico. Dicho de otra manera, a la norma penal que prohíbe la realización de una conducta, se antepone el ejercicio de atribuciones constitucionales que autorizan la conducta y que de esa manera excluye la antijuridicidad.
Además, al tratarse de un tipo abierto, como lo es el inciso primero del art. 277 del Código Penal [9], la pauta comparativa del Juez no debe limitarse, por falta de nitidez, a la descripción típica, sino que debe comprender -sin alternativa- la compulsa del resto del ordenamiento jurídico. El principio de unidad de la antijuridicidad, ratifica cuanto venimos diciendo, por tanto, su principal consecuencia indica que lo que no resulta antijurídico en alguna rama del derecho, no puede jamás resultar “penalmente reprochable”.
Nuestra Constitución, como ya dijera al principiar el trabajo, al adoptar en su artículo 1ro. la forma republicana de gobierno, consagra la división de poderes o de funciones, asignando la legislativa al Congreso de la Nación en forma genérica (artículos 31 y 44).
Específicamente, el artículo 75 inciso 22 de nuestra Ley fundamental señala como competencia de ese Poder del Estado “(a)probar o desechar tratados concluidos con las demás naciones y con las organizaciones internacionales y los concordatos con la Santa Sede. Los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes.”
Por su parte el capítulo 5to, artículo 77 establece que “las leyes pueden tener principio en cualquiera de las Cámaras del Congreso, por proyectos presentados por sus miembros o por el Poder Ejecutivo”. Mientras que el artículo 99 al puntualizar las atribuciones del Presidente (a), menciona expresamente en su inciso 3ro que este “participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar.”
En el mismo orden de ideas, el inciso 11 de la Carta Magna, también estipula que el titular del ejecutivo “concluye y firma tratados, concordatos y otras negociaciones requeridas para el mantenimiento de buenas relaciones con las organizaciones internacionales y las naciones extranjeras, recibe sus ministros y admite sus cónsules”.
Va de suyo entonces que el acuerdo internacional judicializado que culminara en la sanción de la ley 26.843, importó el ejercicio de facultades expresamente concedidas a los poderes del Estado, realizada siguiendo el procedimiento que la Constitución fija a ese respeto.
Los actos provenientes del ejercicio de atribuciones legales o constitucionales no pueden ser reputados de antijurídicos. En el caso que se analiza, convergieron en la convalidación de la conducta dos poderes del estado (Ejecutivo y Legislativo), dotando a las acciones de un verdadero plus de juridicidad al convertirlas el Congreso en ley, de conformidad a las incumbencias emanadas de la propia Constitución Nacional.

Zona de reserva política
La división de las funciones de gobierno que caracteriza a la República, ha llevado a que en numerosos pronunciamientos nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación haya declarado que la razón, el mérito o la conveniencia de las leyes, es una cuestión por completo ajena a la función Judicial, la que sólo puede controlar la constitucionalidad de las mismas, so pena de invadir facultades propias de otro poder del Estado.
Existe una tendencia creciente en los países de judicializar las cuestiones políticas, en las que minorías o determinados sectores mediante prácticas utilitarias orientadas a mantener o construir poder, lesionan la república al degradar el sistema de pesos y contrapesos que significa la división de poderes. [10]
Múltiples son los ejemplos en donde la voluntad del Estado podría ser considerado como una ayuda para eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción de esta, en los términos del inciso a) del artículo 277 del Código Penal.
Sin ir más lejos las moratorias fiscales en donde se perdona a los contribuyentes o se establecen formas de extinción de los procesos penales en curso, podrían ser considerados acciones típicas de encubrimiento.  El indulto presidencial, no escapa a una valoración errónea sino se tiene en consideración la totalidad del ordenamiento jurídico y las atribuciones constitucionales.
Un ex presidente de la Nación Argentina, indultó a diversos funcionarios y militares que ocuparon cargos públicos. A consecuencia del indulto decretado, el Tribunal Federal interviniente declaró extinguida la acción y dispuso el sobreseimiento definitivo de los beneficiados con la atribución constitucional. El proceso quedó paralizado, hasta que años después distintos acusadores pidieron la inconstitucionalidad de los decretos de indulto. El juez de la causa finalmente la declaró y la nulidad de los actos que fueron su consecuencia directa.
En la causa “Mazzeo” [11], el Alto Tribunal puntualizó que los delitos de lesa humanidad, por su gravedad, son contrarios no sólo a la Constitución Nacional, sino también a toda la comunidad internacional, razón por la cual la obligación que pesa sobre todos los Estados de esclarecerlos e identificar a sus culpables surge también de los tratados internacionales y aún del ius cogens, que es la más alta fuente de derecho internacional, no susceptible de ser derogada por tratados en contrario.
Es decir, en un tema de calado institucional nadie sostendría que la utilización de una facultad presidencial, me refiero al indulto, expresamente previsto en la Constitución, constituiría un delito, pese los términos empleados por la Corte Suprema para descalificarlo constitucionalmente.
Dicho cuanto precede, queda claro que la función del Derecho Penal dentro del conjunto unitario del ordenamiento jurídico se opondría a que el cumplimiento de un deber impuesto en una determinada rama del ordenamiento jurídico se considerara contrario al mandato contenido en la norma penal y sometido a la sanción que ella impone, o que se reputara antijurídico el ejercicio de un derecho o el cumplimiento de un deber concedido o impuesto en otro sector del Derecho. Este es el principio expresamente consagrado en el inciso cuarto del art. 34 del Código Penal, que tiende a evitar contradicciones normativas que confronten con el principio de unidad de la antijuridicidad.
A la inversa, esto no significa que lo no prohibido penalmente deba ser permitido en el resto del Derecho, ni que aquello que se oponga a una ley deba ser también contrario a la ley penal, ni que todo lo prohibido bajo pena deba estar prohibido también por el resto del ordenamiento jurídico.
Por eso, si lo lícito en un sector no penal del Derecho no puede castigarse al mismo tiempo en el Derecho Penal, es por algo más que por la unidad del ordenamiento jurídico, es por la función de ultima ratio del Derecho Penal dentro del conjunto unitario del ordenamiento jurídico [12].
La conclusión que invocamos presenta raigambre constitucional, por cuanto ella importa la plena vigencia de la regla establecida en el ya citado art. 19 de la Constitución Nacional, en cuanto a que la prohibición de realizar una conducta no puede aplicarse a la que está permitida en la propia ley.
La regla que antecede se encuentra complementada por el artículo anterior en cuanto prohíbe que nadie puede ser castigado penalmente sino en virtud de un juicio previo fundado en ley anterior al hecho (art.18 Constitución Nacional), conformando ambos el ya citado principio de reserva.
Distinguida doctrina señala que interpretar que el principio de legalidad del artículo 18 de la Constitución Nacional se limita exclusivamente a la ley penal, sería una expresión simplista y limitativa de esa garantía. Esta posición indica que el examen de legalidad debe realizarse teniendo en cuenta la totalidad del ordenamiento jurídico, a fin de dotar de plena eficacia al principio consagrado en el art. 19 de esa misa Ley fundamental. Para esta tesis ambas disposiciones constitucionales resultan complementarias entre sí y deben interpretarse en forma conjunta a fin de determinar el verdadero alcance del principio de reserva.
Desde esa perspectiva se afirma que “el principio de reserva en cuanto a garantía individual está antes del derecho penal: se refiere a la facultad de actuar del hombre dentro de lo permitido (lo no prohibido por el ordenamiento jurídico), sin que su conducta pueda acarrearle sanción de cualquier índole que sea”.
Más allá de la vigencia de ese principio como delimitación de lo delictivo, “su efectividad en el ordenamiento del sistema penal como limitación del ius puniendi entronca con lo que hoy se suele designar racionalidad del derecho: no se puede castigar con la pena una conducta regulada como permitida por el ordenamiento jurídico”  [13]

Inconstitucionalidad y antijuricidad
En nada cambia cuanto venimos afirmando, que la ley que quita antijuridicidad al acto haya sido declarada inconstitucional.
El control de constitucionalidad asignado a los Jueces busca preservar el orden de prelación fijado en el art. 31 de la Constitución Nacional, pero de ninguna manera podría criminalizar por esa vía, el ejercicio de las atribuciones constitucionales previstos en nuestra Carta Magna. La sola existencia de esa posibilidad implicaría una grave amenaza para la independencia de la función ejecutiva y legislativa, es decir una clara desnaturalización de la forma republicana de gobierno elegida por nuestros constituyentes.
Para establecer la naturaleza diversa que posee la antijuridicidad de los actos estatales y la inconstitucionalidad de las normas emanadas de los poderes del Estado, puede decirse que en aquellos la validez se presume y solo ceden cuando contrarían otra ley de distinta jerarquía o se oponen a la Constitución o tratados internacionales. Son aplicables en la medida que gozan de validez e inaplicables en la medida que los tribunales competentes la privan de eficacia jurídica, pero la no obligatoriedad nunca puede ser sinónimo de antijuridicidad.]
El control de constitucionalidad surge del artículo 116 de la Carta Magna al asignar las atribuciones que corresponden a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, en el conocimiento y decisión de todas las causas.
Mucho se ha escrito sobre el control de constitucionalidad, siendo célebres los precedentes como “Bonham” (1610) y “Marbury” (1801), y más cerca también sobre el de convencionalidad, pero a los fines de este trabajo, señalaremos que la declaración de inconstitucionalidad justamente presupone la eficacia de la norma, por lo menos hasta que ello se produce.
Por ese mismo motivo, no puede soslayarse que en el ámbito penal rige de forma plena el principio “tempus regit actus” que manda que el hecho debe juzgarse por la ley vigente al momento de su realización, con el alcance establecido en el principio de reserva consagrado en los arts. 18 y 19 de la Constitución Nacional, y en lo Pactos Internacionales a ella incorporados en la reforma de 1994.
De ahí entonces los límites de los efectos de la declaración de inconstitucionalidad de una ley, que en virtud de aquel principio sólo puede afectar la validez de la norma, pero en ningún caso puede suprimir los efectos que ella tuvo en el momento del hecho, en orden a la antijuridicidad de una conducta. Lo contrario supondría tanto así como que so pretexto de la inconstitucionalidad de una norma, se vulneraran otras garantías constitucionales (principio de reserva arts. 18 y 19 Constitución Nacional), siendo que todas ellas deben interpretarse de forma que ninguna deje sin efecto a otra, a fin de mantener la plena vigencia del bloque constitucional en su conjunto.

Conclusión
De lo antedicho surge que no basta que las acciones tengan presunta significación penal, cuando se trata de la producción de incumbencias o atribuciones constitucionales, pues resulta imposible que la conducta supere el tamiz de la antijuricidad. No puede así hablarse de delito cuando la acción que se reprocha deriva de una facultad o cumplimiento de un mandato legal de conformidad a los preceptos constitucionales vigentes.
Es correcto afirmar que una conducta que se ajusta a una ley, no puede resultar antijurídica y, por tanto, nunca puede constituir un delito penal, aun cuando pueda resultar “ab initio” solo en apariencia típica.
Finalmente, cabe agregar que en nada importa que la ley permisiva que excluye la antijuridicidad haya perdido su vigencia, ya que para que cumpla esa función, sólo se requiere que haya sido aplicable al momento del hecho.
La antijuridicidad de la conducta no sólo viene excluida por una ley extra penal que expresamente aprueba dicho comportamiento, sino también por el propio ordenamiento penal. El inciso 4to. del art. 34 del Código Penal, excluye la punibilidad de las conductas que importen el cumplimiento de un deber, el ejercicio de un derecho, autoridad o cargo.
A nadie puede escapar, que la criminalización de la sanción de una ley, cualquiera que fuere, sería tanto como castigar penalmente el ejercicio de una función constitucionalmente asignada a un poder del Estado.

 

Notas

[1] Un caso francamente paradigmático es la ley 26.843, donde la República Argentina aprobó el Memorándum de entendimiento con la República Islámica de Irán, en uso de las facultades previstas en el art. 75 inciso 22 primer párrafo de la Constitución Nacional.
[2] Stratenwerth, Gunter, Derecho Penal I, Parte General, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2008, Pág. 132.
[3] Stratenwerth, Gunter, Derecho Penal I, Parte General, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2008, Pág. 132.
[4] Art. 173: Sin perjuicio de la disposición general del artículo precedente, se considerarán casos especiales de defraudación y sufrirán la pena que él establece: 2. El que con perjuicio de otro se negare a restituir o no restituyere a su debido tiempo, dinero, efectos o cualquier otra cosa mueble que se le haya dado en depósito, comisión, administración u otro título que produzca obligación de entregar o devolver.
[5] Artículo 2.587. Legitimación. Todo acreedor de una obligación cierta y exigible puede conservar en su poder la cosa que debe restituir al deudor, hasta el pago de lo que éste le adeude en razón de la cosa. Tiene esa facultad sólo quien obtiene la detentación de la cosa por medios que no sean ilícitos.
[6] Más allá de que los tipos abiertos constituyen un problema constitucional por violación al principio “nullum crimen sine lege praevia”, lo cierto es que ellos se presentan en la tipicidad culposa, pues es necesario en tales casos averiguar la finalidad ante el hecho concreto para saber de qué acción se trataba, y conforme a ello determinar cuál era el cuidado correspondiente a ese tipo de acciones, indispensable para cerrar el tipo y verificar la tipicidad. El hecho de que un cirujano, en una intervención cardíaca, perfore con su bisturí la arteria coronaria y con ello produzca un sangrado letal en el paciente no significa per se la realización típica, pues en los delitos culposos las acciones no se criminalizan como tales sino luego de determinar la conducta que origina el resultado, dado que se prohíbe el resultado en razón de la forma particular de realización de la acción. En el caso hipotético del cirujano este debía realizar la incisión arterial, pero la violación del deber de cuidado está en el específico modo que lo hizo de cuyo resultado se produjo la muerte.
[7] Roxin, Claus, Derecho Penal. Parte General, Tomo I, Fundamentos. La Estructura de la Teoría del Delito. Ed Civitas. Pág. 557.
[8] Mir Puig, S. “Derecho Penal. Parte General”, 7ª ed., Ed. Reppertor, Barcelona, 2005, Pág. 415.
[9] Art. 277.- Será reprimido con prisión de seis (6) meses a tres (3) años el que, tras la comisión de un delito ejecutado por otro, en el que no hubiera participado: a) Ayudare a alguien a eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción de ésta.
[10] Ran Hirschl, Judicialization of Mega-Politics and the Rise of Political COURTS.
[11] Fallos 330:3248.
[12] Mir Puig, Santiago., Ídem. Págs. 475-476.
[13] Creus Carlos, Derecho Penal Parte General, Tercera Edición, Ed. Astrea, Bs.As., 1994, págs. 53 y 54. 

 

* Abogado penalista, Universidad de Buenos Aires.

 

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