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Por Karina Chavez *

LA NECESIDAD DE REGULAR LOS DELITOS COMETIDOS POR MENORES EN EL CÓDIGO PROCESAL PENAL FEDERAL. 
EL OLVIDO DE LA NIÑEZ EN EL NUEVO CÓDIGO

En las últimas décadas, el dilema seguridad/inseguridad ha ganado terreno en los debates surgidos tanto a escala gubernamental, como legislativa y social. El incremento en los índices de criminalidad detectados, se ha visto acompañado por el surgimiento de nuevos fenómenos, siendo uno de éstos el aumento de la utilización de menores de edad en la comisión de los delitos.

Tal situación ha llevado, a escala social, a una proliferación de debates, respecto a cuál ha de ser el rol del Estado frente a esta nueva realidad, focalizándose el interés de la opinión pública en torno de la edad de imputabilidad de los menores. Conforme lo establecido en el Régimen Penal de Minoridad (Ley N°22.278), promulgado en el año 1980, en la República Argentina, la edad de imputabilidad de los menores se estableció en los dieciséis años. Pese a ello, los adolescentes situados en la franja etaria comprendida entre los dieciséis a dieciocho años no son juzgados por el mismo sistema que los adultos. Sólo son punibles (es decir, que merecen castigo) aquellos que cometan delitos con penas mayores a dos años de prisión, pero es recién a partir de los dieciocho que estos individuos pueden empezar a cumplir su pena en una cárcel. Hasta ese momento, la norma estipula que los menores podrán estar en libertad o privados de ella en centro especializados, según la decisión discrecional que el juez tomará en cada caso concreto.

En lo que atañe a los menores de dieciséis años, la Argentina carece de una legislación que regule la responsabilidad penal de los mismos, ante la concreción de un delito. Sin embargo, dispone que, si el menor es pobre o presenta problemas de conducta, el juez puede decidir institucionalizarlo si lo considera necesario. Situación que, en detrimento de los derechos de niños, niñas y adolescentes, así como a los principios de Legalidad (Constitución Nacional, art. 18), Reserva (Constitución Nacional, art. 19) e Inocencia (Constitución Nacional, art. 18) genera, en la práctica, que varios menores de dieciséis años se encuentren privados de su libertad, sin que se haya desarrollado un juicio y, por tanto, observado las garantías mínimas de procedimiento, que garantice sus derechos.

En tal sentido, no resultaría erróneo postular que, considerados por las agrupaciones delictivas como mano de obra barata y factible de reutilización, dado que inicialmente se encuentran exentos de la aplicación de penas restrictivas de la libertad. Es que los niños, niñas y adolescentes acaban formando parte de un escenario donde sus derechos se ven vulnerados no sólo por el accionar de adultos inescrupulosos, sino también por la carencia de herramientas y procedimientos normativos que permitan proteger y garantizar sus derechos al momento del abordaje jurídico de las actividades delictivas de las que fueran actores o tomaran parte. Y es precisamente en torno de este punto que la cuestión legislativa devela su impronta.
La conformación del cuadro normativo imperante lleva, no sólo a la emisión de múltiples fallos resolutorios de carácter arbitrario, en tanto ajenos a la especialidad que el tratamiento de los menores supone, sino también a un franco retroceso en los derechos y garantías de los que niños, niñas y adolescentes son portadores. Aun cuando una parte significativa de los magistrados busque salvar el vacío legal existente, a través de la aplicación de una perspectiva jurídica que combine la interpretación de lo dispuesto en la Ley N°22.278, con los derechos y garantías establecidos en las Convenciones y Tratados de Derechos Humanos, y que fuesen reconocidos e incluidos por la Constitución Nacional Argentina, tras la reforma del año 1994 (Constitución Nacional, art. 75, inc. 22), lo cierto es que se torna necesario el debate y sanción de una legislación que permita unificar el tratamiento dado a este tipo de causas y, por tanto, dote a los magistrados de las herramientas necesarias para llevar adelante en la práctica procesos judiciales especializados, en tanto capaces de diferenciar las garantías constitucionales otorgadas a los menores en contraposición al tratamiento dado a los mayores.

Inicialmente, las cuestiones referidas a la protección de la niñez fueron materia excluida de los asuntos de interés discutidos por los representantes políticos de la nueva república, en tanto no merecieron mayores disputas políticas ni debates teóricos en los tiempos previos, simultáneos o inmediatamente posteriores a la organización nacional. Tal como señalan diversos estudios, la problemática de la protección a los niños -entendida, meramente, como protección a la niñez desvalida- perteneció al ámbito privado, siendo abordada por entidades de la sociedad civil, laica o religiosa.

Dicho escenario variaría tras la primera gran oleada inmigratoria dada en el país, a partir de la década de 1880. La sanción de la Ley N°10.903 - de Patronato de Menores (1919) consagró el ingreso de la protección de los menores carentes como asunto de la política pública. En efecto, se diseñó e implementó, a lo largo de los años, un complejo engranaje institucional, inspirado en las más modernas versiones del positivismo europeo y de la experiencia estadounidense, a fin de dar una respuesta a la marginalidad y delincuencia de las personas menores de edad.
Es importante señalar que la Ley N°10.903 no fue elaborada pensando como destinatarios a todos los niños y niñas del país, sino a aquel segmento de ese universo compuesto por niños, niñas y adolescentes excluidos del proceso de socialización básico desarrollado por la familia y la escuela: los denominados menores. Paradigma que, recién sería abandonado como sostén ideológico de las políticas para la niñez, hacia fines del siglo XX; momento en que Argentina suscribiera a la Convención Internacional de los Derechos del Niño.

Como se mencionará, la creación de la figura del menor, en tanto niño/a en situación irregular, puso el acento en la necesidad del tratamiento institucional de toda conducta o condición que implicase un desvío respecto de las normas sociales (algunas de ellas consagradas penalmente) que se suponían, mayoritariamente, aceptadas en un determinado contexto espacio-temporal. Las tareas del Estado en relación con esta niñez en peligro/peligrosa supuso la creación de una infraestructura de prevención-educativa, el complejo tutelar, cuyo objetivo era evitar el delito.
Los Tribunales de menores, creados durante las décadas de 1920-1930, imitaban el modelo norteamericano. Tribunales unipersonales cuyo titular encarnaba las virtudes de un buen padre de familia y que, por tanto, se encontraba dotado de facultades amplias de disposición sobre el menor, aunque ello implicara el desconocimiento de toda garantía en el proceso penal; la imposición de medidas de internación por tiempo indeterminado; así como la indistinción entre menores infractores de la ley penal y menores abandonados (las disposiciones que tendían a proteger a los niños y niñas que se encontraban, potencialmente, en situación de riesgo, suponían, en muchos casos, el retiro de éstos de su seno familiar y su internación en instituciones estatales, con el objeto de evitar la agudización de situaciones consideradas peligrosas para su supervivencia).Tal política de tratamiento de la minoridad se mantendría hasta la sanción del Régimen Penal de Minoridad, en el año 1980; momento en que el surgimiento de un cambio de paradigma en el tratamiento jurídico-cultural de la niñez, a escala internacional, se viera replicado en el país.
Los orígenes de la necesidad de tratamiento jurídico diferenciado de los menores respecto de los adultos se remontan al siglo XVII. Sin embargo, si se analiza el fenómeno, desde la óptica del Derecho, puede observarse que el concepto jurídico de menor aparece recién en el siglo XIX, tras la sanción del Código Napoleónico de 1810. Resulta importante resaltar que, en sus orígenes, dicha distinción no se efectuaba a fin de reconocer los derechos de los menores o brindarles mayor protección, sino más bien para distinguirlos de los considerados capaces (adultos).
Tras el comienzo del proceso de codificación europeo, a partir del siglo XIX, empiezan a aparecer algunas disposiciones específicas para los niños, niñas y adolescentes, aun cuando el cumplimiento de la pena privativa de libertad se desarrollara en las mismas instituciones y con las mismas características que las de los adultos. Fue recién a fines del siglo XIX cuando la intervención del Estado llevó a la incorporación de la figura del niño en el Derecho, en general, así como en el Derecho Penal, en particular, creando para éste cuerpos jurídicos específicos, códigos, tribunales, instituciones asilares, entre otras figuras e instancias. Fenómeno que repercutiera en los distintos países de América Latina, particularmente, hacia mediados del siglo XX, a la luz de las transformaciones dadas al interior de sus territorios y como consecuencia, también, del avance del derecho, en el plano internacional.

Ya en el año 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) había planteado que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos (DUDH, art. 1), independientemente de cual sea su raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición (DUDH, art. 2). Igualdad que se hace extensiva, también, a su protección y tratamiento ante la ley (DUDH, art. 7).

Dos décadas más tarde y en una línea argumentativa similar, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969) sostuvo la importancia del reconocimiento de las garantías judiciales al estipular que, frente a la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, toda persona tiene derecho a ser oída por un juez o tribunal competente, establecido con anterioridad por la ley, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable (CADH, art. 8, inc. 1). La persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad, accediendo por tanto a ciertas garantías mínimas que posibiliten su legítimo derecho a defensa (CADH, art. 8, inc. 2).
Otro elemento significativo de este documento sería el reconocimiento particular dado a los derechos del niño, al señalarse que “todo niño tiene derecho a las medidas de protección que su condición de menor requiere por parte de su familia, de la sociedad y del Estado” (CADH, art. 19).

En tal sentido, y retomando la necesidad e importancia de proporcionar al niño una protección especial, ya enunciada en otros Documentos y Declaraciones internacionales, como ser la Declaración sobre los Derechos del Niño (1924), la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), la Declaración de los Derechos del Niño (1959), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), así como en los estatutos e instrumentos pertinentes de los organismos especializados y de las organizaciones internacionales que se interesan en el bienestar del niño, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (1989), reconoce que, dada su falta de madurez física y mental, el niño necesita de protección y cuidados especiales, incluida la debida protección legal, tanto antes como después de su nacimiento (CDN, Preámbulo). Llevado al plano judicial, esto supone que el Régimen Penal que afecta a menores en conflicto con la ley debería ser distinto al régimen aplicable a los adultos, en razón de la madurez mental, intelectual y emocional diferenciada de los mismos.
Llegada esta instancia, vale destacar que la Convención Internacional de los Derechos del Niño, aprobada en el año 1989, por los Estados parte de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y que fuera ratificada luego por la casi totalidad de los mismos (a excepción de Estados Unidos, Somalia y Sudán del Sur) se constituyó como el instrumento jurídico-político que marcó un cambio significativo en la interpretación de las garantías procesales y penales aplicables a la niñez y adolescencia. El nuevo pacto universal aportó un cambio ideológico, sustentado en el Paradigma de Protección Integral de Niños/as y Adolescentes, entendido como el conjunto de políticas que consideran a la niña, niño y el adolescente como un sujeto activo de derechos, en un sentido abarcativo de los mismos y a lo largo de todo su crecimiento, definiendo nuevas responsabilidades de la Familia, la Sociedad y el Estado en relación a los derechos universales y a los derechos especiales, dada su condición de personas en desarrollo.

En 1990, la República Argentina ratificó la Convención Internacional, sin embargo, esta medida no se vio acompañada de grandes transformaciones en la práctica judicial. La reforma constitucional llevada a cabo en el año 1994 significó otro paso importante en lo que concierne a la materia.
La incorporación de diversos Tratados con jerarquía constitucional al texto de la Carta Magna del país, entre ellos la Convención Internacional de los Derechos del Niño, supondría un avance legislativo de envergadura; pese a ello, la ausencia de derechos y garantías en el proceso penal continuaría siendo la regla. Debió pasar más de una década y media para que la Argentina sancionara una ley cuya aplicación práctica se hiciera efectiva.

En el año 2005, la sanción de la Ley Nacional N°26.061 - de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, supuso no sólo la derogación de la Ley N°10.903 - de Patronato de Menores, sino que significó, fundamentalmente, un cambio radical en la manera de pensar y concebir la niñez y su vinculación con el Estado, la familia y la comunidad. El nuevo enfoque representó un salto cualitativo, de un sistema tutelar -basado en la intervención y control de una determinada niñez en riesgo social que debe ser objeto de protección- a un sistema integrado que apunta a comprender la totalidad de los derechos para toda la niñez, sustentado en el principio de igual trato y consideración, abarcando todas las dimensiones de la vida.
Se produjo, de este modo, el pasaje de la doctrina de la situación irregular, niño objeto, a la doctrina de la protección integral establecida por la Convención Internacional de los Derechos del Niño, donde el niño es sujeto de derechos. En tal sentido, la norma destaca que, frente al desarrollo de cualquier tipo de procedimiento judicial o administrativo que afecte a menores, los distintos organismos del Estado deberán garantizar a las niñas, niños y adolescentes aquellos derechos contemplados en la Constitución Nacional, la Convención sobre los Derechos del Niño, en los tratados internacionales ratificados por la Nación Argentina y en las leyes que en su consecuencia se dicten. Destacándose, entre éstos, el derecho a ser escuchado por la autoridad competente; a que su opinión sea tomada en cuenta al momento de arribar a una decisión que lo afecte; a ser asistido por un letrado preferentemente especializado en niñez y adolescencia (Ley N°26.061, art. 27).

Lamentablemente, debe señalarse que, pese a la impronta de su sanción, la Ley N°26.061, nada dice acerca de la cuestión penal, es decir, de lo acontecido cuando a un niño se lo acusa de haber cometido un delito. De allí que, en la actualidad, lo concerniente a dichos hechos delictivos, continúe dirimiéndose en los términos de lo planteado en la Ley N°22.278.
A partir de lo analizado se desprende que la edad de imputabilidad de los menores es un tema que debe afrontarse, sin embargo, no debería de acaparar la totalidad de las miradas. Hacerlo supondría enmascarar el abordaje de otras cuestiones, de índole profunda, que hacen a la complejidad del fenómeno abordado y que resultan fundamentales para su correcto tratamiento jurídico.

En la actualidad, no existen estudios nacionales actualizados que permitan analizar la relación dada entre la tríada menores, delitos y ley. Sin embargo, conforme un relevamiento, desarrollado por la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Nación Argentina en colaboración con Unicef, en el año 2015, hacia mediados de la segunda década del siglo XXI, había, en Argentina, cerca de siete mil doscientos menores en conflicto con la ley (es decir, que se hallaban cumpliendo una pena o restricción dictada por un juez). De los mismos, el 18% se encontraban presos en alcaidías, centros cerrados y comisarías. El resto estaba bajo programas de supervisión estatal (los jóvenes cumplían las medidas judiciales en su entorno familiar y comunitario).
En lo que atañe a la conformación etaria del grupo, se observa que el mayor porcentaje de menores privados de su libertad, a nivel nacional, se correspondía a los jóvenes de 17 años, (43% de la muestra) en el total del país. Siendo que tan sólo un 3,8% de los menores se ubicaban en la franja etaria menor a los 16 años.
Destaco con gran preocupación que tras las diversas modificaciones de las que fuera objeto, el texto del Código Procesal Penal Federal, vigente en la República Argentina, no regula aquellas cuestiones concernientes a los delitos cometidos por menores. Asimismo, Argentina carece de una Ley de Responsabilidad Penal Juvenil que permita unificar el tratamiento de los casos, en los tribunales. Comprender los orígenes de esta situación requiere retrotraerse a la evolución que el tratamiento de los menores ha tenido, en la República Argentina, desde la etapa de conformación del Estado Nacional, hasta la actualidad.

No caben dudas acerca de que, al menos desde la teoría, los niños poseen los derechos que corresponden a todos los seres humanos, menores y adultos, y tienen además derechos especiales derivados de su condición, a los que corresponden deberes específicos de la familia, la sociedad y el Estado. Sin embargo, tales derechos no siempre son protegidos y garantizados durante el desarrollo de las prácticas judiciales. De allí, la importancia y necesidad de conformación de un derecho penal juvenil respetuoso de la Constitución Nacional, de la Convención sobre los Derechos del Niño y del corpus iure internacional que rige la materia.

* Abogada ante el Fuero Penal de Menores, Defensora Pública Coadyuvante ante la Defensoría Pública de Menores e Incapaces Nro. 1

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