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Por
Marcelo López Mesa*

 

LA IDEOLOGÍA Y EL CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL[1]

 

I. Verdad e ideología

La ideología –cualquiera sea ella- suele ser el refugio de resentidos y desafortunados, además del reino de quienes quieren sacar partido de las emociones y debilidades de éstos. Y, para manipularlos eficazmente, los titiriteros de esos sujetos esparcen en sitios web y medios, de circulación más bien acotada, consignas pegadizas, generalmente vacías o incomprobables, remarcadas con frases lacónicas y lapidarias, para incidir sobre la visceralidad de la masa, nublando el intelecto de sus miembros.
La repetición de estas frases suele hacer el resto, siendo el summun de la influencia externa hacerles creer que las ideas que les han inoculado les pertenecen a ellos, para que las defiendan con el mayor ahínco y sin agudeza ni disquisición alguna.
Por el contrario, la gente que dispone de pensamiento propio y/o de medios, no solo no necesita las ideologías, sino que suele renegar de ellas, en privado al menos. Sin embargo, las ideologías están mucho más presentes en nuestras vidas de lo que el común cree, al punto que no es sencillo mantenerlas alejadas de uno en la vida cotidiana o en el trabajo.
Es más, quienes desarrollan el hábito incómodo –y muchas veces angustiante- de pensar por sí, difícilmente adhieran férreamente a ninguna ideología; sencillamente, porque éstas suelen estar plagadas de incoherencias, exageraciones, desvaríos y tergiversaciones, que una mente acostumbrada a pensar no puede dejar pasar por alto, ni aun queriéndolo.
La costumbre de pensar suele corporizar en los que la practican y, aun cuando no quisieran advertir alguna evidencia que increpa su mejor juicio, ella se les presenta sin pedir permiso y en un instante de lucidez, la chispa del pensamiento genuino puede incendiar toda una doctrina, cual si de una seca pradera se tratara. Claro que este tipo de personas son cada vez menos frecuentes de ver entre nosotros, desafortunadamente.
Ante las ideologías, muchos se postran y otros se comportan como niños o como incautos y al calor de ellas aceptan prácticas corruptas, acometimientos a personas de ideas contrarias, bajezas de todo tipo, argumentos de una fragilidad extrema, etc., y todo en nombre de una ideología a la que se adhiere con fervor.
Es más, muchas ideologías se han vuelto tan flexibles, que se parecen a un repositorio moldeable, que luego puede ser llenado con cualquier contenido, por insignificante, atrasado, espurio o decadente, que se lo juzgue.
Las redes sociales son un vehículo muy eficiente de discursos ideologizados, tan vanos y efímeros como el oportunismo y el error en que ellos normalmente descansan. En agudos conceptos de Arturo Pérez-Reverte “internet ha convertido en filósofo al idiota del pueblo”; quien antes generaba burlas sonoras en el café que frecuentaba, donde todos le conocían, ahora tiene legiones de seguidores que festejan sus desatinos y ocurrencias, gracias a las redes, a la desinformación que ellas generan y a la cultura de la tontería y el exabrupto que suele acompañarlas. Así como “la ignorancia es siempre atrevida” (Borges dixit), la candidez suele ser irreflexiva y contagiosa.
La relación entre Verdad e Ideología es un tópico que merece algunos párrafos. La Verdad llega al Hombre generalmente en soledad y a través de una experiencia intelectual o racional. En cambio, las consignas ideológicas apuntan a la visceralidad y al fanatismo y, justamente, adormecen o anestesian al pensamiento crítico, acusando de herejía a toda reflexión profunda o, incluso, a cualquier ligero matiz que algún adepto se atreva a expresar acerca de las bases de la falsa creencia. La experiencia demuestra que quienes no aceptan siquiera una matización a su ideario termina rodeándose solamente de necios y de ignaros.
La Verdad es hija del cuestionamiento y de la reflexión profunda y detenida; la Ideología se blinda ante el cuestionamiento o la mera interrogación y se vuelve inmune a ellos.
La Verdad requiere de demostración; la Ideología, en cambio, se basa en meras apariencias y repeticiones enfáticas y no soporta el escrutinio de un pensamiento sereno.
La Verdad suele estar –o pretende estar- al servicio del bien común; las ideologías, por esencia, están a órdenes de los intereses de un grupo que suele vivir de ellas, aunque dicen ser sus custodios más incondicionales y desinteresados.
Juan Bautista Alberdi, en el Tomo VII de sus Obras Completas, hablaba en crudos términos de “los mentirosos de profesión, los que comen del sofisma”. Más de 150 años después, muchos de estos peculiares sujetos están cobijados tras alguna ideología, buscando darle un tinte romántico o pseudo progresista a una mera conveniencia personal o de grupo.
La Verdad es racional, lógica; la Ideología es irracional, por concepto, y suele vestir ropajes revolucionarios. La Verdad describe a una sociedad determinada; la Ideología pretende moldearla a su imagen, determinarla según sus dogmas y barrer con todo lo que pueda oponerse a estos propósitos.
Las ideologías, en muchos casos larvadas o entremezcladas con discursos extraños o incoherentes, no solo han sobrevivido al erróneamente proclamado “fin de la historia”, sino que se ha expandido con el auge de internet y las redes sociales, que permite la interacción entre sujetos que no se conocen y que sectoriza, por vía de algoritmos, a quienes les llega determinado mensaje y a quien no, lo que ha creado conceptos tan peculiares como los de “pos verdad” y “pos confianza” [2].
Y, ahora, en tiempos de IA, la gente se ha vuelto crédula y se ha dejado llevar por la comodidad de que un artilugio piense por ellos, lo que constituye un accidente buscando suceder; ello, dado que ya se ha podido ver el lado oscuro de la IA, así como su eficacia para manipular a los que en ella confían ciegamente, con base en lisonjas y adjetivos.

 

II. Derecho e ideología

Cuando el Estado moderno entró en crisis en el siglo XX y comenzó a fallar, a dejar de lado sus finalidades esenciales y a reemplazarlas por promesas [3], al volverse ilusoria la división de poderes y no ser efectivo el sistema de frenos y contrapesos (check and balance), se produjo un abuso de los personalismos y un extravío de la institucionalidad. Y en vez de asumir los problemas y reemprender el camino virtuoso, las instancias políticas y nuestra dirigencia de toda índole, se dejaron dominar e invadir por las ideologías [4], cuanto más evanescentes e imprecisas mejor.
Por ello, no debe sorprender que hoy día, en una regulación jurídica cualquiera, podamos reconocer la impronta de la época que la vio nacer y de la ideología que imperaba en ella [5], además de una precariedad técnica impropia del buen derecho.
Es más, desafortunadamente, la respuesta legal a los problemas no es normalmente entre nosotros la más oportuna, la más conveniente ni la más sensata. Basta con ver la actual composición de algunos de nuestros cuerpos legislativos y de sus integrantes, para advertir que allí el debate de ideas con peso específico ha quedado en el pasado.
Y muchas veces la legislación está cruzada o influida por una ideología. Es más, en ocasiones, los legisladores se transforman en cómplices o peones de los que viven de las ideologías, normalmente grandes empresarios, factores de poder o simples lavadores de dinero. Y ello produce la consecuencia inconveniente de que Derecho y eficacia no sean magnitudes que se correspondan.
Y así el Derecho que antes era visto como un tejido de normas se transformó en una diáspora, con el abandono del espíritu legislativo que inspiró a los Códigos de la Ilustración (los Códigos Civiles de Prusia de 1794, de Francia de 1804 y de Austria), que luego pasó a las codificaciones historicistas, cuyo mejor ejemplo es el B.G.B. alemán de 1900. De esos códigos, que eran un modelo de sistemática y buena factura, ya no queda ni la sombra.
Hemos pasado del sistema interno del Código como método irrenunciable, al sistema como vaga meta declamada o tentativa inconclusa de los codificadores contemporáneos. Incluso, en casos extremos, como el Código Civil y Comercial argentino, se ha renunciado a toda sistemática, no reflejando el código ninguna ordenación coherente, no permitiendo búsquedas previsibles de normas, ya que ellas se disgregan sin método ni criterio a lo largo de todo el ordenamiento, transformando la labor de los jueces y juristas en artesanal [6].
Seguidamente, asentaré firmemente mi intención de derribar la pretensión de neutralidad axiológica en el derecho; es fácilmente advertible la existencia de una dimensión ideológica indeleble, en los legisladores, al establecer el mandato normativo general y en los jueces y en los operadores jurídicos, al momento de interpretar y determinar el derecho en el caso concreto.
Ello, sin dejar de reconocer que ni legisladores ni jueces muchas veces son plenamente conscientes de la existencia de esa ideología subyacente ni de su alcance efectivo y, mucho menos, son coherentes con ella en sus respectivas actuaciones. Pero la presencia de ideologías diversas en el resultado de la actuación de jueces y legisladores es indudable.

 

III. La ideología en sí misma considerada

La palabra ideología deriva del pensamiento francés del siglo XVIII, acuñada por el filósofo francés Destutt de Tracy como una forma de aproximación a la ciencia, siendo en ese plano la ideología no más que la ciencia de las ideas. Lo que en su origen era legítimo y hasta auspicioso, luego se fue convirtiendo en espurio, en ocasiones, al punto de que muchas ideologías llegaron a convertirse en vergonzantes, no asumiendo sus cultores que las profesaban y haciéndolo a escondidas o de modo soterrado.
El concepto de ideología presenta una dificultad en sí mismo, pues intentar una definición de ella implica un análisis ideológico en sí; en parecida senda, cabe recordar la certera elaboración de Jorge Luis Borges, en su ensayo titulado “Las alarmas del Dr. Américo Castro” sobre la petición de principio que suele significar la palabra problema, que lleva desde un comienzo a considerar como un problema a aquello que se señala como tal (el problema comunista, el problema judío, etc.) [7].
Ideología es un concepto que sufrió el infortunio de ser pensado y entendido no como un concepto científico, sino militante, combativo; esto se debe fundamentalmente a que en la historia muchas ideologías nacieron a partir de discursos y prácticas que conllevan un llamado a la violencia revolucionaria y a que el concepto de ideología generalmente está relacionado con ideas políticas de resistencia u oposición a un régimen, en muchos casos subterránea o embozada.
La ideología que ha sido vista románticamente como “la causa” contra “el régimen” no ha permitido apreciar que muchas veces esa causa, inicialmente noble, luego se convirtió en régimen. En el otro extremo, hubo ideologías que desde un comienzo fueron totalitarias, de dominación, de opresión y hasta de supresión de ciertas razas, credos o grupos.
El conflicto moldea y templa a la ideología, al punto que con ella se justifica muchas veces cualquier exceso, opresión o, en el otro extremo, resistencia a ella, han sido la fragua de muchas ideologías, que han surgido en el fragor del combate por la supervivencia o la predominancia. Y, lamentablemente, algunas han terminado por convertirse en un régimen opresor, de signo contrario al que sustituyeron, pero tan violento como él o más aún.
Ante tal panorama, prácticamente toda ideología que se precie de tal aborrece la neutralidad y la tibieza e increpa a todos a sumarse a ella, bajo la admonición de una sanción temida y, en ocasiones, brutal: ser tomado como un traidor a la causa defendida o, peor, ser tenido como cómplice del régimen que la combate. Por caso, la acusación de “pequeño burgués” era un anatema con que se tildaba a cualquiera que en las décadas de 1970 o 1980 osara apartarse un milímetro de la ideología comunista o del terrorismo montonero.
De este fanatismo, hijo de la obediencia acrítica y del seguidismo servil, surgieron múltiples excesos y delitos que se han cometido en nombre de determinadas ideologías, bajo el sobreentendido de que el fin justifica cualquier medio empleado para lograrlo.
Recuerdo de mi etapa formativa que, ya entonces, escuchaba en la Universidad a los candidatos a presidir el centro de estudiantes y a los “copadores de asambleas” y no terminaba de concluir si hablaban en serio o si eran inimputables, incapaces o simples necios. Normalmente, escuchaba cinco minutos de tonterías y volvía a mis estudios de derecho, más convencido que nunca de que allí –y no en otra parte- estaba el buen camino.
En países como el nuestro, el derecho está demasiado afectado por la política; además, como dijera Van Dijk, “Si hay un campo social que es ideológico, es el de la política. Esto no es sorprendente, porque es aquí donde eminentemente están en juego los grupos diferentes y opuestos, el poder, la lucha y los intereses. A fin de ser capaces de competir, los grupos políticos tienen que estar ideológicamente conscientes y organizados. Pocos grupos ideológicos, además de los partidos políticos, tienen “programas” que formulen sus ideologías explícitamente, y que compiten por nuevos miembros o partidarios sobre esas bases. Pocas ideologías son tan explícitamente defendidas e impugnadas como las ideologías políticas, como lo sabemos por la historia del socialismo, del comunismo, del liberalismo, etcétera. En otras palabras, el proceso político es esencialmente un proceso ideológico…” [8].
Por ende, es riesgoso sostener aquí la propia idea de un derecho des-ideologizado, incoloro, inodoro e insípido, como algunos postulan; la candidez no es una condición que puedan reivindicar quienes pretendan ejercer cargos importantes en una democracia representativa o en el Poder Judicial.
Los presuntos cándidos, en Derecho, suelen ser lobos con piel de cordero; lo comprendí cuando advertí el disfavor con que el derecho judicial americano trataba a los “buenos samaritanos”. Inicialmente, no comprendía como un personaje tan pintoresco y apreciado en la Biblia era objeto de gran prevención en las cortes americanas; luego me contaron de una serie de casos en que los “buenos samaritanos” se habían presentado en juicio “desinteresadamente”, para luego comprobarse que –en realidad- defendían intereses inconfesables o aberrantes, como el abuso infantil, bajo la excusa del amor sin edad, o la pornografía de niños, bajo el argumento de la libertad de expresión y de credo, etc.
Por ende, hay que asumir que el derecho no es inmune a las ideologías para, seguidamente, descubrir cuáles de ellas son admisibles y cuáles no y cuáles se cobijan bajo el manto jurídico. Es que muchas veces, tras la declamación de objetivos loables y sentimientos nobles, se camuflan ideologías que persiguen fines perversos o inadmisibles.
Van Dijk clasifica las ideologías en lo que él llama “el campo de la justicia” en “ideologías legales” y, correlativamente, ideologías ilegales. Avanzando un paso más allá, podría clasificarse incluso a las ideologías en constitucionales e inconstitucionales; estos últimos son aquellas que no respetan los derechos constitucionales y las garantías reconocidas a los particulares o peor aún, que postulan la idea de tumbar el propio sistema constitucional y reemplazarlo por otro, generalmente de rasgos autoritarios o autocráticos. O a aquellas ideologías que parecen tuertas, que solo miran atentamente hacia la derecha del espectro y permiten que hacia la izquierda del mismo se cometa cualquier delito o irregularidad.
Por caso, quienes suelen manifestarse partidarios de una revolución, tras los nobles fines expresados –como la resistencia a un régimen funesto- suelen ser devotos inconfesados de una autocracia, que pretenden instaurar, con ellos como protagonistas o, al menos, como partícipes relevantes y con las ideas que ellos profesan como únicas admisibles.
La Historia lo ha mostrado incontables veces, pero tal vez la más gráfica fue la Revolución francesa, que tumbó a un rey incompetente, pero inofensivo (Luis XVI), para reemplazarlo por el Terror y la guillotina, primero y por un Emperador sanguinario como Napoleón, tras menos de quince años de “revolución”, generando en solo 25 años millones de muertos en guerras injustificadas, persecuciones, enormes gastos económicos, la reconfiguración del mapa de Europa, la emancipación de las naciones americanas, etc. Y todo en nombre de una ideología sintetizada en tres palabras: Libertad, Igualdad y Fraternidad, la que floreció en una esperanza y terminó en una tragedia.
Más allá de ello, para alinear lo que vengo diciendo con el Derecho privado vigente en nuestro país cabe señalar que tras los fines declamados por el legislador que dictó la Ley 26994 y la Comisión que redactó el Anteproyecto, como mejorar y actualizar el derecho argentino, en 2014 se tomó la funesta decisión de saltar al vacío, produciendo una ruptura violenta entre la tradición jurídica argentina y el derecho imperante.
En 2014 se instauró como derecho vigente a un ordenamiento peculiar, de perfiles poco nítidos, plagado de errores y a medio terminar; ello, lejos de mejorar o actualizar el derecho argentino produjo un desacople notable entre el derecho privado vigente y la práctica de los tribunales y la enseñanza de las Facultades de derecho.
A diez años de vigencia, el Código Civil y Comercial él no ha arraigado debidamente en la praxis de la abogacía, en la jurisprudencia de los tribunales y en la enseñanza del aula. Más aún, existen cátedras que aún enseñan sobre la base del Código de Vélez, haciendo luego una “comparación” superficial con el régimen vigente, lo que confunde al alumnado y le impide tener una formación profunda y actualizada. Sobra aclarar que no participo de tales procederes.
Y tal desacople se ha producido por razones diversas: el Código que nos rige ha sido confeccionado por demasiadas manos, que introdujeron cuatro o cinco artículos a la obra común, no siempre coordinadamente y, a veces, sin saber qué hacían o pensaban otros colaboradores de la Comisión que estaban trabajando en temas conexos. Ergo, el Código se hizo de a pedazos, como si fuera un patio andaluz, pero sin arte, gracia ni coherencia, en muchos aspectos, al punto de que hay segmentos de la obra que parecen guerrear, estar en pugna o acometerse entre sí.
Como ejemplo más claro de esta confrontación interna, puede ponerse al régimen de derecho de familia del CCC, que sustenta una clara ideología woke que colisiona frontalmente con el perfil de todo el régimen de derecho patrimonial, en especial, el régimen de los contratos, que es plausible y enderezado a garantizar cierta seguridad jurídica.
Luego, los pedazos o artículos sueltos aportados a la obra por los diversos convocados de la Comisión -algunos juristas de fuste y muchos otros meros amigos de los tres que fueron nombrados por la entonces Presidente CFK-, fueron empalmados sin mayor esmero y sin erradicar las serias contradicciones a que la metodología errática adoptada daba lugar.
Estas incoherencias las contiene el Código todavía; el resultado final de la obra legislativa sancionada es comparable a una colcha de retazos, de colores vivos en algunos segmentos, pero deslucida en otros muchos por las contradicciones, solapamientos y vacíos que aún porta y que no muestra una imagen coherente, sino múltiples asimetrías, yerros, e incluso desatinos de variada envergadura.
A ello se sumaron dos elementos que potenciaron estos defectos: la pandemia y sus efectos nocivos y la falta de un estudio serio y de una capacitación real sobre el nuevo régimen jurídico vigente, por parte de los jueces, profesores y funcionarios promedio. Solo unos pocos, que comprendieron la magnitud del problema que se venía encima, profundizaron sus estudios y dominan con solvencia el articulado en vigor y sus consecuencias jurídicas. La mayoría del foro hace de cuenta que lo conoce y lo aplica como mejor le parece o cree entender.
Aparte de ello, el Código no es lineal en su redacción, al disgregar normas que debieron ir juntas, dispersándolas por diferentes capítulos e incluso Libros del mismo. Asimismo, existen muchas remisiones fallidas en el código (art. 1082, por ej.), a la par que un espíritu neologista, que ha renombrado a diversas figuras con nomenclaturas por demás llamativas. Y se ha puesto título a cada artículo del código, siendo varios de los títulos confusos e, incluso, incompatibles con el propio texto del artículo que los contiene.
Para terminar de complicar la cuestión, existe una serie de ideologías subterráneas, soterradas, en el seno del Código Civil y Comercial y en la jurisprudencia de algunos tribunales.
Habiendo plasmado estas necesarias observaciones previas, seguiré en adelante ocupándome de una ideología dominante en el seno del Código Civil y Comercial: la ideología de la reparación.

 

IV. La ideología de la reparación

La ideología de la reparación es la más notoria o evidente de las que sigue el Código Civil y Comercial, en el seno del derecho patrimonial.
Esta “ideología de la reparación” tiene manifestaciones graves y tangibles en el derecho argentino y europeo como la cuantificación irrazonable de los casos de pérdida de chance de curación como si se tratara no de una pérdida de chance sino de un caso de negligencia grave, que fue causa adecuada de todo el daño emergente. Repárese en que sólo por ideología -puesto que es impensable tamaña torpeza en personas supuestamente formadas- puede cuantificarse una pérdida de chance de curación al 100% del daño; conceptualmente no puede existir una pérdida de chance equivalente al daño emergente. Es científicamente inconcebible semejante yerro, siendo el mismo propio de neófitos o de ignorantes del derecho.
Otra clara manifestación ideológica es hacer beneficencia con la causalidad, alterando la evaluación causal a designio, para favorecer a la víctima y cargar el daño resarcible sobre quien había aportado una condición remota y no la causa adecuada del daño [9].
Si uno mira con detenimiento los repertorios jurisprudenciales y los usos cotidianos del foro argentino en diversas jurisdicciones, la ideología de la reparación está más presente de lo que podría creerse, lo que testimonian diversas prácticas que son corrientes, tales como:
a) La facilidad con que se conceden beneficios de litigar sin gastos, que muchas veces constituyen una invitación a reclamar demasías o a iniciar aventuras judiciales, sin consecuencia desfavorable alguna en el improbable caso de rechazo de la pretensión. El razonamiento para quien intenta reclamaciones insustanciales o infundadas es simple: si, en el peor de los casos —rechazo total de la pretensión—, la magistratura impone las costas en el orden causado, el litigio se presenta prometedor para el reclamante en cualquier supuesto, pues nada tiene éste que perder.
b) La apreciación de la conducta de las “víctimas” o de los “vulnerables” sin aplicarles pautas básicas de apreciación de la conducta (como las del art. 1725 CCC) y sin filtrar sus reclamos por el cedazo de la relación causal adecuada (art. 1726 CCC).
c) La no aplicación de la regla de la paridad de contribución causal, cuando la conducta de la víctima concurre con la de otro dañador, contrariando la pauta lógica [10], ahora expresada explícitamente en el in fine del art. 841 CCC.
d) La estimación de la contribución causal del perjudicado a la baja, conforme al célebre, pero nunca visto “masomenómetro” judicial, que suele arrojar el 30 % de contribución causal, incluso respecto de actuaciones temerarias de la llamada “víctima”.
e) La inflación indemnizatoria, a través de la creación de terceros géneros resarcitorios autónomos, como el daño psíquico, el daño estético, el daño a la vida de relación, etc.
f) La creación de supuestos de legitimación pasiva más allá de la ley, utilizando a la analogía [11] como una palanca para forzar soluciones que el legislador no solo no contempla, sino que implícitamente veda.
g) La no aplicación de normas vigentes que restringían la posibilidad de indemnizar al culpable de su propio daño, como el art. 1111 del Código de Vélez, que sin ser declarada inconstitucional era simplemente corrida o hecha a un lado, en supuestos tan peculiares como los del peatón distraído o del ciclista desaprensivo.
h) Cuando no queda más remedio que rechazar la demanda indemnizatoria, porque a la luz de la prueba colectada se ha demostrado que era una aventura judicial, se cargan las costas en el orden causado, por haber podido creerse la víctima con razón para litigar.
Cabe oponer a las extravagancias de esta ideología, un párrafo del maestro Denis MAZEAUD quien, con su claridad habitual, escribió que «Debe indemnizarse»!. Tal es el eslogan con que martillan, después de más de un siglo, la ley y la jurisprudencia, y que les ha conducido con toda buena conciencia, a recurrir, en nombre de «la ideología de la reparación», a manipulaciones jurídicas más o menos groseras en vista de reparar toda suerte de perjuicios. El imperativo de indemnización, que se aprecia sin dificultad en el estado de ánimo de legisladores y jueces, en primer lugar, ha importado el retroceso y la mutación de la culpa, considerada como un obstáculo a su expansión. Puede, en segundo lugar, contarse la irreductible incertidumbre que afecta a la noción de perjuicio, con la remarcable plasticidad, así como las profundas metamorfosis de que ha sido objeto, que traduce la sorprendente precariedad conceptual e ilustra sobre los múltiples forzamientos y torsiones que han hecho perder a la responsabilidad civil su simplicidad y su coherencia originales…[12].
Hasta la sanción de la Ley 26994, una buena parte de los efectos deletéreos o indeseables de la ideología de la reparación se daba en el derecho argentino en la faena cuantificatoria y a partir de creaciones pretorianas, como la “doctrina del peatón distraído”, que colisionaba frontalmente con lo dispuesto por el art. 1111 C.C.
De hecho, tal ideología podía –y aún puede- verse en acción en muchos casos de cuantificación; se cuantifican daños de manera voluntarista, otorgando indemnizaciones acrecidas, que no se justifican, de acuerdo a las circunstancias del caso, pero que ideológicamente se estima procedente acordar, como ocurre en el caso de los llamados “peatones distraídos”, sujetos que parecen surgir de las páginas del “Emilio” de Jean Jacques Rousseau, criaturas que viven una vida bucólica y apacible y que son protegidos por los ideólogos de la reparación de sus actos propios, de sus torpezas y, aún, de los efectos de sus actos temerarios.
Otros sujetos protegidos –aún de su propia torpeza- son los ciclistas desaprensivos, quienes tienen permitido actuar sin ninguna prudencia o previsión, lo que es inadmisible, pero los jueces facilitan por la aplicación de criterios peregrinos.
La ideología de la reparación busca –sin reconocerlo- hacer beneficencia con dinero ajeno. Pero debe comprenderse en nuestro país que conceder a la víctima más que lo que la legislación establece no es un acto de justicia, sino de arbitrariedad.
No puede hacerse “justicia” al precio de hacer tabla rasa con el derecho vigente; no hay justicia al margen de la seguridad jurídica y mucho menos en contra de la legalidad. Es una “justicia” malentendida, plasmada a partir de intuiciones, por sujetos que o bien no conocen el derecho vigente a cabalidad, o bien son cultores de una ideología inconstitucional, por ponerlos a ellos y a sus protegidos por encima de la ley y de la Constitución vigentes.
No parece que sea buena idea hacer de la reparación del perjuicio una ideología, pues como toda ideología, al ser extrema, hace perder a quien la adopta objetividad y mesura, asumiéndola hasta extremos de otra forma inconcebibles, como ha pasado con la indemnización del daño, que ha llegado a obsesionar a algunos doctrinarios y que se ha manifestado en un extremo inconveniente: la supresión o desnaturalización de uno o varios de los presupuestos de la responsabilidad, lo que provoca un concepto mucho más flexible y light de daño resarcible, afectando a la justicia y a la seguridad jurídica [13].
Es necesario volver a las fuentes de la responsabilidad civil; se requiere retornar a las concepciones clásicas, coherentes, armoniosas, para adaptarlas a los nuevos hechos y necesidades. En un mundo en el que la irracionalidad es un paradigma aceptable para muchos, y en un derecho donde el esnobismo se ha vuelto corriente, lo disruptivo es la cordura y la racionalidad de lo clásico.
No resulta dudoso que la sola presencia de un daño no autoriza a indemnizarlo si no concurren, al menos mínimamente, los otros tres presupuestos de la responsabilidad civil (antijuridicidad del daño, existencia de relación causal adecuada entre la actuación del responsable y el daño y presencia de un factor de atribución de responsabilidad).
El daño causado no es un presupuesto o elemento más de la responsabilidad civil, sino el más importante de todos. Pero debe hacerse una aclaración trascendente: reconocer al daño como el más importante de los presupuestos del deber de responder no significa –correlativamente- elevarlo a una posición tan alta como para que su sola constatación tenga el notable efecto de permitir prescindir de los otros tres presupuestos de la reparación [14].
Es así que no todo daño debe ser indemnizado ni puede asumirse alegremente que toda víctima merezca una indemnización: por caso, si el daño se ha debido al hecho –o a la culpa- de la víctima, ella debe ser total o parcialmente responsabilizada por el daño que sufriera. Otra tesitura es francamente antisocial y en vez de responsable, busca simplemente pagadores solventes para sujetos indolentes que han actuado sin la mínima prudencia o sin la menor prevención. Y no cabe soslayar que actualmente rige una norma como el art. 1710 CCC, que obliga a toda persona a prever y evitar el daño, en cuanto le sea posible.
Con toda claridad, una lúcida jurista española contemporánea ha expuesto que “...Ni se puede, ni se debe asumir que todo daño tenga que ser reparado, a pesar de que el casuismo aumenta casi a diario” [15].
Comparto la idea. Como también pienso que la cuantificación del daño se transforma muchas veces en la herramienta práctica para conceder a algunas víctimas mucho más de lo que merecían, a tenor de nuestro derecho vigente.
Por ello, una forma de acotar la cuantificación irrazonable o ideológica es, justamente, conocer acabadamente los parámetros claves de cómo ella debe realizarse, de acuerdo a nuestro ordenamiento vigente. 

 

V. Por los laberintos de la reparación plena

Posiblemente, la norma más ideológica de todo el código es el art. 1740 CCC, que recepta una concepción mitológica: la idea de reparación plena.
En realidad, la reparación plena prevista por el código es una quimera, un contrasentido, una confrontación con otros textos vigentes del propio ordenamiento civil.
La reparación plena es una criatura mitológica, que solo por su carnadura ideológica sigue circulando en el derecho, pues de no ser así su levedad sustancial y, hasta su propia inexistencia conceptual, la habría extinguido hace mucho: no existe en nuestro derecho ningún caso de reparación integral o de indemnización plena [16].
No estamos solos en esta opinión. Parecidas descripciones o calificativos a los que aquí empleamos, se encuentran sin demasiado esfuerzo en la doctrina nacional y comparada. Así, la reparación plena ha sido denominada "entelequia" (por Ricardo de ANGEL YAGÜEZ), "fantasía inaprensible" (por Fernando REGLERO CAMPOS); una "quimérica expresión que en realidad nada quiere decir" (por Roberto LÓPEZ CABANA), un "concepto superindeterminado" y un "principio ilusorio" (por Mariano MEDINA CRESPO), un "desiderátum" (por Rafael de MENDIZÁBAL ALLENDE) y una “paradoja” o una “aspiración ilusoria” (GONZÁLEZ DEL CERRO) [17].
Es más, aún quienes se declaran favorables a aceptar que existe una reparación integral y que este concepto significa todavía algo sustancial, aceptan inmediatamente luego que "el "principio de reparación integral" no tiene un alcance general, sino que su ámbito de aplicación se debe limitar a los daños patrimoniales. Incluso, en ese campo específico, está sujeto a diversas excepciones y restricciones, que conducen a que en muchas ocasiones la reparación finalmente establecida no tenga esa correspondencia ideal con el daño realmente padecido por la víctima. El principio, por tanto, puede y debe ser reformulado para adecuarlo al alcance que en realidad tiene”[18].
En suma, o se admite que la “reparación plena” es un subterfugio, un sobreentendido y bajo esa expresión se quiere significar la máxima reparación que el ordenamiento vigente admite y que, literalmente nunca, será plena; o se asume que se está engañando a la gente, embotando su juicio con adjetivos y lisonjas.
Para demostrar que la reparación integral no es menos mitológica en nuestro país que el “paraíso de El Dorado”, piénsese que el propio Código Civil y Comercial en su art. 1727 corta la imputación de consecuencias casuales y remotas; y del art. 1728 CCC surge que en materia contractual solo cuando existe dolo del deudor, la responsabilidad se fija tomando en cuenta las consecuencias que las partes previeron o pudieron haber previsto, no solo al momento de la celebración del contrato, sino también al momento del incumplimiento.
Y el art. 1742 CCC permite al juez, al fijar la indemnización, atenuarla si es equitativo en función del patrimonio del deudor, la situación personal de la víctima y las circunstancias del hecho. Si a ello se suma el principio nominalista de la moneda (art. 766 CCC) ¿Dónde queda la reparación plena? Reducida a una declamación estéril.
A tenor de tales normas, no es difícil comprender que no existe virtualmente ningún caso de reparación plena, porque el ordenamiento ha segmentado un importante lote de consecuencias dañosas, declarándolas no indemnizables.
Dicho en otras palabras, el precio de sostener la reparación plena sería conceder lógicamente que ella es la reparación total del perjuicio del damnificado, deducidas las consecuencias remotas, menos las consecuencias casuales, menos las consecuencias no relacionadas causalmente en forma adecuada con el acto dañoso, menos las consecuencias mediatas en la responsabilidad contractual. Se habrá visto que se trata de una “reparación plena” muy particular.
La “plenitud” de tal reparación es un recurso lingüístico, una broma interna entre civilistas, casi un mal chiste; pero, en esencia, es una sombra de la verdadera reparación plena, que para ser tal debería significar una restitutio ad integrum, una vuelta de la víctima al estado anterior al evento dañoso, lo que jamás ocurre.
En agudos conceptos, GONZÁLEZ DEL CERRO se ha encargado de demostrar argumentalmente que “la llamada "indemnización integral", en materia de daños a las personas, no pasa de una aspiración ilusoria o de una mera quimera, por la sencilla razón de que la persona no es una cosa que tenga valor en el mercado, y, por tanto, las lesiones psicofísicas, como asimismo la vida, no son susceptibles de ser traducidas en valores económicos, y siempre, inevitablemente, toda estimación que se formule, sea que lo haga el Juez en cada caso concreto, o que lo fije la ley con base en una tarifa, resulta arbitraria. No existe la indemnización integral, cuando se trata de daños a las personas” [19].
Para comprender la insustancialidad del concepto de reparación plena, y a modo de cierre, basta con leer con detenimiento la siguiente ecuación:

 

Si al concepto ideológico de reparación plena se le van restando todas las consecuencias que otras normas vigentes impiden imputar, el resultado de esa ecuación es un simple mito, que un pensamiento independiente solo puede considerar ficcional y, por ende, descartar de plano como posible.
No existe ningún caso de reparación plena en el derecho argentino, pese a que una norma engañosa, como el art. 1740 CCC, le haya hecho creer a las mentes simples que algo como eso es factible. Causalidad es imputación; ello es innegable.
Y como la relación de causalidad tiene como segunda función, la segmentación del daño resarcible, para dejar a plena vista lo que debe resarcirse, una vez expurgado de consecuencias que el derecho prohíbe imputar. Desbrozada la maleza, el fruto que brinda el art. 1740 CCC es magro y debe considerarse mitológico o simplemente ficticio, no pudiendo creer en fábulas para niños, quien cuenta con un título de Abogado en su haber.

 

Notas  

[1] Publicado en la Revista Argentina de Derecho Civil, IJ editores, Número 20, Octubre de 2025, cita: IJ-VI-CCXLIX-499 y en https://ijeditores.com/pop.phpoption=articulo&Hash=f5fe816c4c6825568816597412eb840f
[2] Ver el artículo de Laura García titulado « ¿Estamos en la era de la post-confianza? », en https://www.clarin.com/opinion/post-confianza_0_jNRzUae7Hd.htm
[3] Ver cuanto dijera sobre la « legislación por objetivos » en el fallo de la Excma. Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Trelew, Sala A, del 25/22/2008, en autos "Bottaro, Pedro Iván s/ Acción de Amparo" (Expte. 210 - Año 2008), en Eureka Chubut.
[4] De los Mozos, José Luis, Derecho Civil. Método, sistemas y categorías jurídicas, Cívitas, Madrid, 1989, Cap. II (Ideología y Derecho), pp. 54/55.
[5] De los Mozos, Derecho Civil. Método, sistemas y categorías jurídicas, cit., p. 59.
[6] Como muestra acabada de la asistematicidad de ese ordenamiento, baste leer los arts. 792, 1730 y 1732 y ver la ubicación de cada uno de ellos, que pareciera querer esconderlos de la vista; se trata de normas que debieran estar juntas. Peor aún, se trata de normas que debieran estar ubicadas junto a los arts. 955 y 956 CCC, bajo el título que cobija a esas dos reglas o bajo uno más general que las acoja a las cinco con mayor acierto.
[7] Cfr. Borges, Jorge Luis, «Obras completas», Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2011, tomo 2, p. 34.
[8] Van Dijk, Teun A., « Política, ideología y discurso », en revista Quórum académico, vol 2, núm. 2, 2005, en www.dialnet.com, p. 24.
[9] Como muestra de análisis causales ideologizados e incorrectos, ver CNCiv., sala A, 31/10/2017, “T., T. c. A. S.A.T.A.C.I”, LA LEY 2017-F, 504 y RCyS 2018-II, 82 y STJ Corrientes, 03/02/2021, R., A. M. por sí y en nombre y representación de sus hijos menores L. B. P., P. R. P. Y B. M. P. c. Miguel Ángel Martínez y/o quien resulte responsable • RCCyC 2021 (mayo), 188.
[10] CACC Trelew, Sala A, 12/08/2013, “CENTENO, Ana Maria c/ SCHMIDT, Jorge Daniel y Otras s/ Daños y Perjuicios” y “CENTENO, Ana Maria c/ MUNICIPALIDAD DE TRELEW s/ Daños y Perjuicios” (Expte. 47 - Año 2013 CAT), Eureka Chubut.
[11] Certeramente la SCBA declaró que debía revocarse el tramo de la sentencia condenatoria que, en el marco del proceso indemnizatorio del daño ambiental, ha impuesto a la empresa demandada la aplicación analógica de la multa civil contenida en el art. 52 bis de la ley 24.240. La ausencia de una norma expresa que permita imponer una multa en carácter de daño punitivo en el ámbito legal protectorio del medio ambiente, impide su aplicación. El carácter sancionatorio del daño punitivo implica que se respeten los principios de la materia penal, partiendo de la sanción de una norma específica para la cuestión ambiental. Su inexistencia imposibilita la aplicación analógica (SCBA, 31/03/2021, Décima, Julia Graciela y otros c/ Productos de Maíz S.A. (Ingredión Argentina S.A.) s/ Daños y perjuicios", y su acumulada: "Díaz, Zulema y otros c/ Productos de Maíz S.A./ Daños y perjuicios", Juba sum. B4500810).
[12] Mazeaud, Denis, Réflexions sur un malentendu, Recueil Dalloz, t. 2001, sección Jurisprudence, p. 332.
[13] Cfr. LE TOURNEAU, Philippe, Reflexiones panorámicas sobre la responsabilidad civil, en TRIGO REPRESAS, Félix A. – LÓPEZ MESA, Marcelo J., Tratado de la responsabilidad civil, Edit. La Ley, Bs. As., 2004, T. IV, pp. 920 y ss, Nºs. 29 y ss.
[14] CACC Trelew, Sala A, 07/04/2009, “Porello, A. A. c/ Municipalidad de Rawson s/ Daños y perjuicios”, en La Ley online, voto Dr. López Mesa.
[15] VICENTE DOMINGO, Elena, El daño, en “Lecciones de responsabilidad civil”, dirigido por Fernando REGLERO CAMPOS, Aranzadi, Navarra, 2002, p. 71.
[16] CACC Trelew, Sala A, 27/06/2013, “Morales, Marta c/ Transportes EL 22 S.R.L. s/ Daños y perjuicios” (Expte. Nº 28 - Año 2013), Eureka Chubut, voto Dr. López Mesa.
[17] Vid las atinadas reflexiones de este autor sobre el tema en GONZÁLEZ DEL CERRO, Angel, “La indemnización integral: una paradoja”, LA LEY 2008-E, 552.
[18] SOLARTE RODRÍGUEZ, Arturo, “El principio de reparación integral del daño en el derecho contemporáneo”, en “Tendencias de la responsabilidad civil en el siglo XXI” (obra colectiva), edición de la Pontificia Universidad Javeriana y Edit. Diké, Bogotá, Colombia, 2008, p. 146.
[19] GONZÁLEZ DEL CERRO, Angel, “La indemnización integral: una paradoja”, LA LEY 2008-E, 552.

 

* Académico de las Academias Nacionales de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de Córdoba - Académico de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires - Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP) - Profesor de postgrado (Universidad Austral, UMSA) - Profesor visitante de las Universidades Washington University (EEUU), de París (Sorbonne- París Cité), de Coimbra, etc.- Autor de 36 libros de Derecho Civil o Procesal Civil. Comentarista, anotador y exégeta del Código Civil y del Código Civil y Comercial argentino. 

 

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